2 de febrero de 2012

la tradición es una maldición

Las costumbres sociales, si se analizan desde un punto de vista aséptico y objetivo más que antropológico, en ocasiones pueden resultar arbitrarias. En otras, irracionales, semejantes a ritos mágicos frutos de la superstición. La forma en cómo se originan también se remiten a veces a anécdotas accidentales que acaban derivando en creencias absurdas y rituales que se transmiten entre generaciones.
 
Hace cientos de años en un monasterio los monjes se reunían en el patio a orar todos los días. Siempre pasaba por allí un gato que se quedaba merodeando y dando pol culo. Como distraía a los monjes, decidieron atarlo durante la meditación. Pasaron los años. El gato murió y los monjes sucesores se trajeron un nuevo gato para continuar atándolo a la hora de la meditación.

Así se hizo generación tras generación. Tiempo después, los monjes escribieron serios y profundos tratados sobre "la importancia de tener un gato atado durante la hora de meditación".


El anterior cuento Zen es un ejemplo de cómo un hecho puntual adquiere un sentido distinto, toma cuerpo, se formaliza e instaura como norma o ley por estúpida que parezca. Parte no desdeñable de las tradiciones son directamente injustas. La etnografía recoge una costumbre que había entre los inuït en épocas de escasez: 

En un poblado, cuando los más ancianos no eran útiles a sus comunidades, eran llevados por el hijo primogénito hasta un glaciar lejos del poblado, para morir devorado por el gran oso blanco, portador de vida y ejecutor de muerte. Un anciano, al ver llegar su hora, pidió a su hijo mayor que lo llevara al lugar indicado. El hijo mayor, secando sus lágrimas con la manga y disimulando, cargó al anciano padre en su espalda.

Empezaba la travesía de unas 4 horas a pie. Horizontes helados y blancos, sentimientos a flor de piel, una tradición que no se puede repudiar, un honor que conseguir hasta el final. Cuando el hijo cargado con el anciano padre se detuvo en una piedra al cabo de las primeras 2 horas de camino, el anciano empezó a llorar desconsolado. El hijo, sorprendido por el comportamiento del anciano padre le preguntó:
- Padre, ¿por qué lloras? ya sabes que es lo que hay que hacer, incluso tú mismo me animaste a seguir tus pasos. Es ley, es honor... no entiendo tu llanto ahora!

Pero el anciano padre, entre sollozos y con un hilo de voz, le respondió:
- Mi amado hijo... no lloro por mi destino, ni lloro por lo que debes hacer. Lloro porque recuerdo que hace 30 años, yo mismo descansé en esta piedra del camino, yo mismo sentí el cansancio de llevar a mi padre en la espalda... y ese recuerdo me ha emocionado.

Los minutos de silencio se convirtieron en susurro del helado viento blanco sobre blanco. De pronto, el hijo se levantó, emprendió el camino. Pero el camino era de nuevo al poblado, no al glaciar. El anciano padre preguntó porqué no era llevado a su destino, porqué el hijo retornaba a casa. El hijo, mordiéndose los labios y sacando valor para pronunciar palabras, dijo:
- Volvemos a casa, padre querido... porque no quiero que dentro de 30 años mi hijo descanse en esa misma piedra.


En este artículo se enumeran diversas y antiguas tradiciones sobre eutanasia auto-inducida de viejos.